Cantamos por lo menos tres horas, una canción tras otra, inglés, español, rock (el que más disfruto). De esa manera trazamos un puente entre nosotros, de esa manera me acerco a ti, y lo disfrutamos y nos vamos meciendo en ese baile que es nuestra realidad, una extraña realidad que a veces me sobrepasa, pero el juego es no caer en la trampa de la tristeza, del enojo, de la rabia que a veces me da por verte ahí luchando por decir una palabra, por entender algo de lo que pasa.
—¿Por qué me pasa esto, hijo? —me lo dijiste angustiada y yo me detuve un momento a celebrar que me hayas dicho hijo, porque ya hace mucho tiempo que no me lo decías. Miré de inmediato a María, tu nieta que fue testigo de ese momento, miré a Mirella, mi esposa, y todos se alegraron de que pudieras recordar algo. Te abracé y te di un beso.
—Gracias, yo también te amo —me dijiste cuando sentiste mi alegría y el beso en la frente.
—A todos se nos olvidan las cosas, no te angusties —te lo dije mientras tragaba saliva.
—Tienes razón, a todos nos pasa —.
Fue un hermoso regalo oír que, aún en medio de ese caos que se ha vuelto tu mente, me dijiste hijo. ¿Qué es entonces eso que te pasa? Qué difícil entenderlo. Y ahí está otra vez la trampa y el abismo terrible que se abre y que, si lo miro, me pierdo. Así que me alejo, regreso a mirarte sin culpa, sin juicio, sin querer entender de más, porque así es nuestra vida, y no lo podemos cambiar.
A veces nos perdemos tratando de entender lo inexplicable. La lluvia llega y nos sacude, y por momentos es una terrible tormenta que nos obliga a meternos en una cueva, y luego sale el sol. Salimos y caminamos guiados por la luz. La vida sigue, aun si nosotros decidimos detenernos, y tú no te detienes, sigues ahí, con esa actitud de vivir, de estar, y me ayudas a seguir, a no detenerme ni un momento.
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